FRANCISCO Y EL BESO AL LEPROSO Un beso cambió tu vida cuando un Cristo peregrino se cruzó por tu camino leproso y en carne viva. Fue fácil reconocerlo: sus pies estaban llagados, su rostro desfigurado como en la cruz pude verlo. Sus manos ensangrentadas quedaron en mi memoria, crucificada su historia, en Él estaban clavadas. Ante quién se vuelve el rostro por los hombres marginado, enfermo y abandonado y su nombre era: Leproso. Lo reconocí en sus ojos cuando me miró de frente cual desafío viviente desde sus pobres despojos. No era el Cristo del pesebre ni el que reinaba en su gloria, era el Cristo de la historia y en sus ojos pude verle. Me llamaba a su presencia como un juez ante mi vida, me juzgaban sus heridas, mi desamor y mi ausencia. El haberlo despreciado porque su olor repugnaba, su vista era muy amarga y era esclavo del pecado. El haberlo desterrado de mi corazón ligero, de mis fiestas y mi credo, de mi amor desorientado. Y ahora aquel Cristo vivo, el que en la cruz me llamaba, desde el suelo me miraba de miseria revestido. Ante mí se abrió un camino que no había conocido, el del cristo mal herido que sellaba mi destino. Besé sus manos, sus llagas, sus pies descalzos, gastados, su pecho de Amor llagado y me abrazó su mirada. Lo abracé reconciliado y en lágrimas conmovido, Él me dijo: hermano mío, soy el Amor flagelado. Para mí era muy amargo encontrar a los leprosos. El Señor me abrió los ojos para verlo allí encarnado. Lo amargo volvió dulzura cuando me llevó entre ellos, pude ver sus ojos bellos y me embargó su ternura. Desde entonces mi locura se hizo amor crucificado, leproso resucitado, marginación y dulzura. .............. Era un cáliz, el leproso, del que el místico bebía la sangre que le daría la comunión con su Esposo.
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LA ORACIÓN DE FRANCISCO Cuando le cantas el cielo, Francisco, sé que te escucha. Porque tu voz es tu alma que se refleja en la luna, una alondra enamorada que canta como ninguna. Cuando tu oración se eleva en el bosque que la acuna y es el eco de los hombres, de su amor y de sus luchas, tus brazos, al cielo alzados, ya sólo en Dios se refugian. Cuando vuelas con la mente al templo de tu reposo como golondrina ardiente hacia el nido de sus gozos, el sol surge del Oriente y te habla del Esposo. Te hablan el sol, las estrellas, los árboles y las flores, los animales del campo y los peces de colores, te hablan las aves del cielo y el fuego que enciende el roble. Y te hablan del Esposo, del Amigo, del Hermano, de aquel que encendió tu pecho como un ciprés incendiado. Vuela tu mente con ellos hacia aquel que te ha atrapado. Basta una piedra en el campo o el rumor de una cascada, basta un niño con su llanto para encender tu mirada y el Cristo que llevas dentro vuela al cielo con tu alma. Por eso se enciende el bosque al ver su luz en tus llagas, al contemplar en la noche el fuego de tu mirada, el ardor con que, encendido, mirando el Cristo, lo amas. Como un serafín alado se eleva al sol en sus llamas, como una hoguera, incendiado, que hacia el cielo se levanta, tu corazón se ha quemado en el Amor con qué amas. Tu cuerpo como una brasa de holocausto vespertino, tus ojos ardiendo en llamas que queman de amor divino, tu alma lleva en su vuelo un corazón consumido. Consumido de Amor puro, de soledad y servicio, consumido en su Palabra que quema tus ojos limpios, consumido en las ausencias de Aquel que te lo ha pedido. Porque en el bosque, Francisco, tu corazón está herido, herido de Amor profundo, de destierro y Amor vivo, herido en la misma lanza que ha atravesado a tu Cristo. No llores, Francisco, espera, volverá como se ha ido aquel que mostró su rostro resplandeciendo en un lirio, no se olvida de nosotros, ¡volverá, porque lo ha dicho!
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